Friday, January 4, 2008

Torre de Babel (no apto para el políticamente correcto)

El miércoles hizo frío en Nueva York pero el jueves hizo más. Cuando desperté habían unos 10 grados centígrados bajo cero -lo escuché en el radio mientras pedía entresueños que el día me brindara la oportunidad de... bueno, ya no me acuerdo. El resto del día estuve de buen talante, con mi deseo muy presente y con buena y abundante energía. A la hora de almuerzo salí del trabajo a comer y caminar eligiendo las calles más soleadas -y al andar abrigada con botas de caña alta, abrigo relleno de plumas y capucha bordeada de piel sintética, no sentí frío. Disfruté del aire frígido y de la clara luz del sol invernal. Todo estuvo muy bien excepto que al ir de vuelta y sin querer, le di un leve puntapié en el talón a una mujer que se me cruzó en el camino y que se viró como un trompo clavándome un par de ojos asesinos cuando le pedí disculpas.
A la hora de salida la temperatura ya estaba tan baja como en la mañana y además corría viento. Ahora sentía frío. Caminé hasta la estación del metro a paso apretado y concentrado. El tren llegó pronto. Entré al vagón que todavía no iba muy lleno, ubiqué un poste vertical de donde sujetarme -mejor que las barras que penden del techo porque me quedan muy altas y me cansan el brazo- y de ahí me sujeté. Después de unos minutos de una suerte de hibernación, ocupada de las sensaciones del cuerpo, comencé a abrirme a mis alrededores. El vagón ya iba más lleno. Sentado al frente mío iba un hombre que hablaba con una mujer ubicada a mis espaldas, al otro lado del pasillo. No puse mucha atención pero creo que protestaban sobre la falta de respeto y de la insolencia de la gente. De pronto, después de un silencio, el hombre me mira y me habla.

-¿No siente remordimiento? Me pregunta.

-¿Remordimiento?- Repito, comenzando a sentir remordimiento mientras mi mente vuela buscando y cotejando en mi memoria acontecimientos que alimenten el sentimiento.

-¿No siente remordimiento por lo que ha hecho? Insiste.

-¿A qué se refiere? Pregunto aún sin lograr decidirme por un evento en particular.

-¡A Ud. no le importó pararse al medio y no dejarnos conversar más! ¡Ni siquiera pidió permiso!

-Pero señor, me paré donde pudiera sujetarme... además... estamos en el tren (y no en el salón de su casa) Esto lo pienso pero no lo digo, comenzando a hacerme conciente del tremendo malentendido que se ha producido.
-Sus modos son los modos del demonio. ¡Ud. es el demonio! Estoy a punto de reír pero me freno temiendo que efectivamente pueda ser el demonio riendo por mi boca.

-Lo que pasa es que Uds. están acostumbrados a no respetarnos. Creen que nos conocen pero no saben nada de nosotros. El hombre insiste, cada vez más exaltado.

-Señor- respondo, ahora comenzando a sentirme también exaltada e insultada por habérseme comparado con el demonio. -Estamos en la hora punta y no es razonable esperar que... Trato de terminar el discurso pero el hombre no me escucha.

-¡Hablan como si nos conocieran y nunca han estado en África...! Agrega este.

¡En África! Pienso ahora y casi, casi me río. ¡Acabo de pisotearle el corazón a África! Y yo que creía que iba en el metro de Nueva York…tratando de sujetarme de un poste que no me canse los brazos. Los brazos se me cansan rápido desde que tuve meningitis. Casi menciono esto para tratar de aplacar al hombre, pero no lo hago. Me siento aguijoneada en el amor propio y no quiero hablar de mi historial médico en público -demás, el hombre no está interesado en lo que yo tenga que decir. Lo nuestro no es un diálogo, es una catarsis unilateral. Habiendo notado mi acento extranjero el hombre ahora agrega que los judíos somos la peor basura que existe en Nueva York. Bueno, ya me han preguntado antes si vengo de Israel... pienso.

-Señor, si quiere que me mueva, dígamelo- Respondo, pero me siento clavada al piso y la verdad es que si él me pide que me mueva no sabré donde ponerme. Me siento cada vez más incómoda. Al lado del hombre viajan dos mujeres también negras de mediana edad que alientan al hombre con sonrisas veladas. El resto de los pasajeros van cabizbajos, o mirando de soslayo al hombre fornido que me reta y a mí. Me siento humillada.

-Ud. está enrabiado....- Comento, casi más para mí que para él, mientras siento que la adrenalina me comienza a hacer flaquear las piernas.

-¡Claro que tengo rabia! Toda mi gente tiene rabia... ¡Siempre vamos a tener rabia!- Las señoras a su lado comienzan a sentirse incómodas pero guardan un silencio cargado de indulgencia. Yo, sujeta al poste pienso que maldita sea la culpa que tengo yo de la rabia de ese hombre y la de su gente.

-¿Qué le parecería que nosotros fuéramos a Europa a violarla por el culo, o a partirle la panza y arrancarle el bebé que lleva dentro?- Pregunta ahora, sospechando que no soy israelí sino que probablemente italiana.

-¿No le daría rabia? ¡Dígame!

-Me daría mucha pena... Respondo después de unos segundos, mientras pasan por mi mente las vejaciones de mi vida y reconozco que más de una vez he sentido que el mundo entero es responsable y que toda la gente me debe algo. Recuerdo las veces que he sido objeto de discriminación -aquí, por que soy extranjera, allá porque pienso distinto, acullá porque soy mujer. En fin. La autocompasión comienza a atenazarme pero le salen al paso la dignidad y la rebeldía. En mi interior hay una pugna. Siento miedo pero me niego a exteriorizarlo. Al mismo tiempo me veo como una enana ridícula con acento extranjero -qué se yo, un perro chihuahua, encapuchado y agarrado a un poste. ¿Y si fuera cierto que soy una egoísta que piensa solo en su propio bienestar? ¿Pensarán eso el resto de los pasajeros? ¡Pero que diablos! Ni él eligió nacer negro en los Estados Unidos, ni yo elegí nacer mujer, de otra raza y de otro país. ¡Carajo, si él y yo ni siquiera elegimos nacer! Aspiro una bocanada de aire y me preparo para el próximo embate. Al lado del hombre, las señoras han bajado la cabeza como el resto de los viajantes.

-¿Pena? Yo prefiero tener rabia... ¡Me gusta tener rabia! ¡Y me voy a asegurar que mis hijos también tengan rabia!

¡Claro! ¡Felicitaciones! ¡Regia solución! Pienso, con cara inexpresiva. Esto es más que surrealista, es ridículo. Esto es demasiado. Comienzo a tomar distancia de lo que ocurre. Me observo observando. El hombre es menor que yo y es fuerte. Tiene bonitos ojos, pero veo en ellos tristeza detrás de la ira y más detrás aún, un fuerte clamor por salir de la trampa en la que tal vez sospeche que ha caído. Comprendo que sufre, encerrado como está en su violenta atmósfera interna. Él no sabe de mis sufrimientos y yo no sé de los suyos.

Pero sigue vociferando -ahora habiendo adivinado mi procedencia- sobre los hispanos, que somos mejor tratados que ellos y que venimos a quitarle los trabajos. Pienso, todavía con un dejo de sarcasmo, que a menos que el hombre domine el castellano no le puedo haber quitado el trabajo porque soy intérprete, pero esto tampoco lo digo. Noto que el hombre ya se ha desahogado y comienza a callar. En los próximos días y semanas, nuevamente acumulará tensión y luego explotará, quién sabe con quien -en una sucesión mecánica que tal vez dure toda su vida. El hombre se ve cansado.

-Mejor que me calle para no pararme y golpearla- Concluye, ya con más tristeza que rabia, en un último intento de amedrentarme.

-Así es. Ud. me podría derribar de un solo golpe- Respondo con sinceridad, casi saboreando su tristeza.

Se produce un silencio insondable entre nosotros. El tren ahora va casi colmado. Un recién llegado incauto se ha parado bloqueándonos parcialmente y con esto finaliza el drama. Dos paradas después he de bajarme y le contaré el incidente a mi familia a la hora de la cena. Uno de mis hijos me dirá que aunque no merezco haber sido tratada así, él ve que a veces soy muy distraída y que debo despertar.
Despertar… Despertar... despertar. Ahora recuerdo, eso es lo que he pedido ayer en la mañana.
Patricia Ríos

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